La moda quiteña en los siglos XVIII y XIX: elegancia criolla entre colonia y república

La historia de la vestimenta en Quito durante el siglo XVIII (época colonial) y el siglo XIX (época republicana) está marcada por la adaptación local de las modas europeas, influida por el clima andino, la etiqueta social y la producción textil regional. En la élite criolla, hombres y mujeres adoptaron estilos foráneos con toques propios, creando una imagen singular de elegancia en la Real Audiencia de Quito primero, y en la joven república después. A continuación, exploramos cómo vestían los señores y damas quiteños de alta sociedad en cada período, con énfasis en figuras como los Marqueses de Miraflores, y cómo factores como el clima frío de la Sierra, la influencia de Europa, la rígida etiqueta católica y las artesanías locales moldeaban el guardarropa de esta élite.

Moda de la élite en la época colonial (siglo XVIII)

En el Quito colonial, la élite criolla buscaba reflejar estatus y linaje siguiendo la moda española barroca. Los caballeros de abolengo vestían atuendos similares a los de la corte española: llevaban peluca empolvada y una casaca (chaqueta) de lujo bordada, combinada con calzón corto hasta la rodilla, medias de seda, zapatos de hebilla y a menudo un espadín al cinto[1]. Un ejemplo notable lo ofrecen los retratos de don Antonio Flores de Vergara, I marqués de Miraflores, y su esposa hacia 1740. En ese retrato votivo, el marqués luce una casaca formal de paño azul ricamente adornada con galones y bordados[2], reflejando la pompa típica de su rango. Completaba el atuendo masculino un sombrero tricornio (usado en exteriores) y, en muchos casos, una amplia capa española para el frío. De hecho, el viajero inglés William B. Stevenson anotó en 1808 que los caballeros quiteños adinerados vestían “muy similar a los europeos” salvo por una gran capa –generalmente roja, aunque también azul o blanca– que añadían para protegerse del clima impredecible de la ciudad[3]. Esta capa era prácticamente un sello local, apropiada para las mañanas frías y lloviznas repentinas del entorno andino.

Por su parte, las damas criollas quiteñas del siglo XVIII desplegaban un lujo vistoso en sus vestidos, acorde con su posición social. Un atuendo femenino típico de mediados de la Colonia consistía en varias capas: una o dos enaguas interiores, encima una falda o saya, y sobre ésta el faldellín –una sobrefalda redonda de paño finamente decorada con cintas y encajes[4]. Estas faldas solían ser de colores vivos (verde, amarillo, carmesí, azul, etc.) con nombres muy evocativos –sangre de toro, botón de rosa, lágrima de príncipe, por ejemplo– y confeccionadas en telas preciosas importadas: terciopelo, tafetán, brocado, damasco, tisú de oro y otras fibras lujosas[5][6]. Sobre la falda, las damas llevaban un mantón o chal ricamente bordado, cuyos colores armonizaban con el faldellín[4]. Un cuadro de la época describe a una joven noble “con su faldellín redondo de paño, lleno de cintas, su mantón ricamente bordado del mismo color, y sus zapatitos de paño negros mostrando la media blanca de seda[4]. La parte superior del atuendo podía incluir un jubón (corpiño) entallado y decorado con encajes. El escote solía ser cuadrado o redondo, mostrando discretamente collares de perlas o joyas familiares.


«Una bolsicona quiteña». Acuarela de 1867 atribuidada a Ernest Charton que representa a una mestiza acomodada de Quito con atuendo tradicional: blusa con encajes, pañolón sobre los hombros y falda (pollera) de colores vivos adornada con cintas. Las élites criollas vestían de forma más europea, pero las mestizas llamadas “bolsiconas” mantenían esta indumentaria típica, muy admirada por viajeros de la época.[7]

En cuanto a complementos, las damas coloniales gustaban de las mantillas y pañolones. En Quito, la clásica mantilla española de encaje fue en parte sustituida por el pañolón de la tierra: un chal grande de lana o algodón, fabricado localmente, que cubría cabeza y hombros[8]. Era de uso casi obligatorio para salir a misa o transitar por la ciudad, pues añadía modestia y abrigaba. Las mujeres de élite portaban además abanicos importados, guantes finos y sombreros ocasionales de estilo francés para eventos al aire libre. Los peinados se llevaban recogidos en moños bajos; en la segunda mitad del XVIII se pusieron de moda las peinetas grandes de plata o carey con perlas, que sujetaban el cabello empolvado, en un guiño a la moda española cortesana[9][10].

Cabe destacar que esta ostentación en el vestir no pasó inadvertida a ojos de moralistas. En 1757, un visitante peninsular, Juan Domingo Coletti, criticaba escandalizado la “gran licencia e inmodestia” de los vestidos femeninos en Quito, afirmando que “no podría inventarse cosa más diabólica ni escandalosa” que la moda que lucían las señoras, tan costosa como reveladora[11][12]. ¿A qué se refería? Posiblemente a los escotes generosos y abundantes joyas que exhibían en festividades religiosas y bailes, desafiando las normas de recato barroco. De hecho, había reglamentos suntuarios que intentaban sin mucho éxito restringir excesos. Pero las criollas quiteñas de alta alcurnia aprovecharon la disponibilidad de materiales exóticos (sedas francesas, encajes de Bruselas, tintes como la cochinilla, etc.) para confeccionar en Quito vestidos fastuosos[5][6]. La confección se hacía principalmente con sastres y costureras locales –Quito tenía talleres expertos capaces de producir desde zapatos de raso hasta complejos bordados en oro–, lo que combinaba la producción local con materias primas importadas. En las dotes matrimoniales de fines del XVIII es común ver listados de cortes de tela de Castilla, encajes de Flandes, pañolería de la India, junto a prendas ya hechas en Quito[13][14]. Este sincretismo produjo una moda criolla única: europea en su silueta general, pero con sabor americano en los detalles.

En suma, la moda de la élite quiteña colonial era una afirmación de poder y orgullo local. Hombres de título como el Marqués de Miraflores vestían como nobles españoles –casaca bordada, sombrero de ala tricorne, espada y peluca– al punto que un escritor satírico evoca que en Quito “había un Presidente con peluca empolvada, casaca bordada, espadín al cinto y calzón corto; … las señoras vestían faldellín…” en aquellos tiempos[1]. Y aunque España dictaba la etiqueta, la realidad es que el clima frío y la geografía andina hicieron imprescindible el uso de prendas adicionales: ponchos y capas de lana para los caballeros, y abundantes chalinas de bayeta para las damas, tejidos en obrajes de Latacunga y Otavalo. Así, bajo los encajes importados asomaba siempre algo de lana local para abrigar. La moda colonial quiteña, fastuosa y rigurosa a la vez, preparó el terreno para los cambios drásticos que llegarían con la Independencia.

Transición e influencia europea en el siglo XIX (primeros decenios)

La independencia (1822) trajo no sólo un vuelco político sino también cambios en la moda de la élite. En las primeras décadas del siglo XIX, Quito empezó a mirar más allá de Madrid: llegaron oficiales, diplomáticos y viajeros de diversos países, en especial de Inglaterra y Francia, introduciendo nuevas tendencias. Según las crónicas, tras la Batalla de Pichincha y la creación de la República (1830), se dio “una lenta migración de los estilos madrileños hacia los londinenses”[15]. Las familias acomodadas comenzaron a abandonar poco a poco la antigua moda virreinal.

Para los hombres, esto significó el adiós definitivo a la peluca y al calzón corto, sustituyéndolos por el cabello corto natural y los pantalones largos. Hacia 1830-1840, los caballeros quiteños de alcurnia adoptan el frac y la levita de influencia inglesa: chaquetas de corte moderno, más ceñidas y de faldones largos, en tonos oscuros (negro, azul noche, gris). Se populariza la corbata de lazo o pañuelo al cuello (predecesora de la corbata moderna), en reemplazo de las antiguas chorreras de encaje. El diplomático y presidente Vicente Rocafuerte, por ejemplo, vestía ya como un gentleman decimonónico. Sin embargo, la capa española no desapareció de golpe: muchos caballeros la siguieron usando sobre el terno para capear el frío. Aquella gran capa roja o azul, echada sobre los hombros, siguió siendo estampa habitual en las noches quiteñas hasta mediados de siglo[3].

Un curioso testimonio de la época sobre la apariencia masculina nos cuenta que ningún joven quiteño de buena familia se presentaba desaliñado: “no había quiteño… de entre quince y veinte años, que estuviera mal presentado”, al punto que era “ley” cortarse el pelo cada semana para lucir impecable[16]. La pulcritud y el cuidado personal se volvieron parte del estilo de vida del chulla quiteño –el típico joven de clase media-alta, pobre quizá en bolsillo pero rico en picardía y elegancia–, reflejando así la continuidad del orgullo criollo en la vestimenta, ahora con atuendos republicanos.

Las damas de sociedad quiteñas experimentaron una transformación aún más visible. Hacia la década de 1840, las mujeres de la élite adoptaron cada vez más la moda “à la inglesa”, inspirada en la época victoriana temprana. Consistía en vestir un solo vestido de pieza entera, en lugar del conjunto de falda y jubón por separado[17]. Estos vestidos tenían cortes imperio o de cintura estrecha bien definida con corsé interno de varillas. Las jóvenes lucían escotes redondos que dejaban cuello y hombros descubiertos, mientras que las señoras casadas preferían cuello alto cerrado, conforme a la decencia victoriana[17]. Las mangas llegaban hasta el codo, rematadas con volantes y encajes blancos superpuestos, aportando un aire romántico. La falda seguía siendo muy amplia (soportada por enaguas almidonadas e incluso armazones de crinolina en décadas posteriores), pero de caída más simple al frente –sin los grandes pliegues bordados del siglo anterior–[17].

La Primera Dama Mercedes Jijón de Flores, hacia 1845, es recordada por retratos donde viste estos vestidos a la moda inglesa, de tono oscuro pero ricos en encajes. Otra dama, Virginia Klinger (circa 1850), posó con un vestido de talle ceñido y miriñaque, demostrando cómo la alta sociedad quiteña seguía de cerca las tendencias europeas[18]. En la cabeza, sin embargo, persistía cierta tradición: el cabello solía ir trenzado y recogido en un moño bajo o dentro de una fina red de seda, adornada con cintas y flores[19]. Las quiteñas no abrazaron las pelucas postizas que estuvieron de moda en París; en cambio, cuidaban su pelo natural, arreglándolo con esmero semanalmente.

Como complemento imprescindible apareció la sombrilla o quitasol de encaje, importada de Europa, que distinguía a las damas de alcurnia. Era común ver a una señora cubierta del sol por una sombrilla blanca, a veces llevada por una criada o esclava que caminaba un paso detrás[20]. Este detalle enfatiza la importancia de la etiqueta social: la mujer noble debía proteger su tez pálida (símbolo de estatus) y mostrar su posición mediante servidumbre atenta hasta en la calle.

No obstante, estos vestidos “a la europea” convivieron un tiempo con la indumentaria tradicional. Muchas señoras seguían usando en la intimidad del hogar o en la misa matutina su confiable pañolón oscuro sobre los hombros y trajes de estilo español más sobrios[21]. De hecho, tras la independencia prevaleció el color negro en la vestimenta femenina cotidiana, reflejo de la influencia religiosa y de un luto casi permanente por los caídos en las guerras. En las décadas de 1830-40, lo usual para una dama quiteña en días ordinarios era un vestido oscuro de lana (material más apropiado para el frío) adornado únicamente con un modesto rosario de perlas o un broche de marfil en el cuello[22]. La ostentación se reservaba para bailes, recepciones oficiales y teatros, donde entonces sí sacaban del armario las sedas de colores y las joyas heredadas de la abuela.

Mientras tanto, las mestizas acaudaladas (llamadas popularmente “bolsiconas” o llapangas en Quito) mantenían un estilo pintoresco que encantaba a los viajeros extranjeros. Llevaban polleras de colores intensos hasta media pierna, superpuestas con refajos más cortos, hechos de bayeta o franela y decorados con franjas, encajes y lentejuelas formando arabescos[7]. Sus blusas eran de raso o brocado, con mangas y pecheras ornadas de encaje blanco, y muchas ceñían la cintura con fajas bordadas. Cubrían su cabeza con el pañolón o con simples chalecillos tejidos. Este atuendo mestizo, aunque “modesto” frente al de la élite, era muy vistoso y colorido, dotando a Quito de un rico mosaico indumentario a media centuria. Las élites reconocían esta diversidad pero mantenían sus propias normas de distinción.

La moda de la élite en la segunda mitad del siglo XIX

Hacia mediados y finales del siglo XIX, la influencia francesa llegó con fuerza a Quito, de la mano de viajes, publicaciones de moda y de figuras locales como Marieta de Veintemilla. Sobrina del presidente Ignacio de Veintemilla, Marieta fue la “reina” social de Quito en los años 1870-80 y una consumada trend-setter. Se enamoró de la alta costura parisina y adoptó el estilo denominado “tapicero”, el último grito de la moda en la Belle Époque. Este estilo, llamado así porque “recordaba a los salones llenos de tapices y cortinajes”, consistía en vestidos de dos piezas muy adornados[23].

La parte superior era una chaqueta o torera de talle muy ceñido, con cuello alto y cubierta de encajes, pasamanerías y botones forrados[23]. Sobre el pecho caía un pequeño volante decorativo, y las mangas largas llegaban hasta la muñeca con puntillas en los puños. Debajo se veía asomar una blusa fina. La falda por su lado tenía dos capas: una falda base tubular de tela pesada, fruncida atrás, y una sobrefalda más corta por encima, abierta por detrás formando una cola larga, todo profusamente embellecido con lazos, encajes plisados y volantes[24]. Para lograr la silueta deseada, las damas utilizaron el polisón, un cojín de lana que se ataba a la cintura sobre el trasero para dar mayor volumen únicamente en la parte posterior del vestido[25]. Vistas de perfil, las quiteñas de sociedad lucían así un busto erguido, cintura mínima y caderas realzadas hacia atrás: la forma femenina ideal victoriana.

Marieta de Veintemilla imponía estos gustos en tertulias y bailes. Se dice que las jóvenes competían por imitar sus sombreros franceses, sus encajes de Bruselas y sus colores favoritos. Si bien el negro siguió siendo el color predilecto para trajes de calle y ceremonias religiosas (en sintonía con la sobriedad católica)[26], en recepciones Marieta introdujo tonos más claros y pasteles. La propia Marieta a veces usaba trajes blancos o marfil en bailes de gala –rompiendo con la monotonía oscura–, aunque en Quito nunca llegaban a ser colores muy chillones ni “escandalosos”, según apuntan los cronistas[27].

Hacia 1890, sin embargo, la moda dio otra vez un giro hacia la simplificación. Los vestidos tapiceros fueron perdiendo sus añadidos: primero se abandonó el polisón, luego la segunda sobrefalda, y finalmente gran parte de los encajes y adornos excesivos[28][29]. Las damas quiteñas cerraron el siglo XIX con un estilo más sobrio y elegante: conjuntos de chaqueta entallada con botones al frente, acompañada de una falda amplia pero lisa, y sombreros tipo canotier o de ala ancha decorados moderadamente con flores. En fotos de 1897, por ejemplo, las hermanas Leonor y Josefina Pérez Quiñones visten de negro riguroso, con chaquetas ajustadas al talle y apenas un broche y algunos encajes discretos[30][31]. La austeridad volvía a primar en las puertas del nuevo siglo.

A lo largo de este proceso, la etiqueta social y el clima siguieron influyendo. La alta sociedad mantuvo protocolos estrictos: se exigía vestimenta formal para paseos en la Alameda, para ir al teatro Sucre o al Hipódromo. Los caballeros de finales del XIX vestían traje de tres piezas (saco, chaleco y pantalón, el típico terno) de casimir inglés, con sombrero de copa para recepciones nocturnas o bombín para el día, y un bastón adornado si se era mayor. Las damas, por su parte, nunca salían sin guantes y sin un acompañante. Y aunque París dictaba modas, Quito las adaptaba pensando en su realidad: el frío serrano hizo que las capas y ponchos nunca desaparecieran del todo (se seguían usando en viajes al campo o en diligencia), y que las telas de lana fueran las preferidas en el día a día[22]. Incluso los vestidos parisinos de seda eran forrados en ocasiones con paño de Inglaterra o terciopelo de Valencia para dar más abrigo[32]. Del mismo modo, los conventos quiteños suplían accesorios de moda: las monjas de Santa Catalina, por ejemplo, fabricaban encajes finísimos y puntillas que adornaban los pañolones de las señoras[21]. Así, la producción local seguía entrelazada con la moda importada.

Hacia el final del siglo XIX, la vestimenta de la élite quiteña había pasado por un ciclo completo: desde el barroco colonial exuberante hasta el romanticismo victoriano y los albores de la moda moderna. En ese recorrido, personajes como los Marqueses de Miraflores encarnaron el cruce de épocas –imaginemos a don Mariano Flores de Vergara, II marqués, que de joven vestiría casaca y calzón coloniales, y en sus últimos años (falleció en 1810) ya conocería las chaquetas de corte napoleónico de los criollos independentistas. Su casa solariega, la Casa de los Marqueses de Miraflores, sin duda fue testigo de tertulias donde se mezclaban capas españolas y levitas francesas.

En conclusión, la moda quiteña de los siglos XVIII-XIX refleja la identidad de una sociedad en transición. Durante la Colonia, la élite criolla vistió con orgullo los símbolos de la tradición española adaptados a su entorno –bordados de oro junto a ponchos de lana–, deslumbrando y escandalizando a visitantes por igual. En la República, esa misma élite se reinventó estéticamente, primero adoptando la sobriedad inglesa y luego el refinamiento francés, pero sin perder nunca su impronta local. Cada casaca, sombrero o pañolón contaba una historia de mestizaje cultural: la de cómo el clima andino, las modas europeas, la etiqueta católica y la artesanía indígena se entretejieron en los armarios de Quito. Este legado vestimentario, hoy rescatado en museos y relatos, constituye un valioso recurso curatorial para sitios históricos como la Casa del Marqués, permitiéndonos imaginar con vivos detalles la elegancia y costumbres de aquellas damas y caballeros que dieron forma a la identidad quiteña.

Fuentes: Documentos históricos de la Biblioteca Básica de Quito[1][4]; crónicas y leyendas recopiladas por Cristóbal Gangotena (1924)[1][4]; estudio Procesos de J. Martínez (2020) sobre indumentaria colonial[11][2]; blog Las Curiosidades de Quito (2017) con referencias a Stevenson y modas republicanas[33][23]; acuarela de E. Charton (1867) en Wikimedia Commons; entre otros relatos de viajeros y colecciones museográficas de Quito. Estas fuentes dan fe de cómo “el vestir… era de gran licencia e inmodestia” según un español de 1757[34], pero también de cómo esa “inmodestia” textil cuenta la historia viva de un pueblo entre dos siglos y dos mundos.


[1] [4] AL_MARGEN_DE_LA_HISTORIA.pdf

https://drive.google.com/file/d/15oBT2nVLv1F2R-dRaEqlPESxAjYa6rM6

[2] [9] [10] [32] repositorio.uasb.edu.ec

https://repositorio.uasb.edu.ec/bitstream/10644/8092/1/03-ES-Martinez.pdf

[3] [7] [8] [15] [17] [18] [19] [20] [21] [22] [23] [24] [25] [26] [27] [28] [29] [30] [31] [33] Moda quiteña del siglo XIX

http://lascuriosidadesdequito.blogspot.com/2017/07/moda-quitena-del-siglo-xix.html

[5] [6] [11] [12] [13] [14] [34] dialnet.unirioja.es

https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/8648276.pdf

[16] Calles-casas-gente-IV.pdf

https://drive.google.com/file/d/1lV1pf7whX-fHtOnrUFYMopEslajvLjCS

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